sábado, 21 de febrero de 2009

Comentario a "Obama como propaganda de Estado"

Que los Estados Unidos de América están inmersos en una grave crisis económica no se le escapa a nadie, que su imagen exterior se ha visto gravemente deteriorada durante el mandato del ex presidente George W. Bush, tampoco. La política desempeñada por la administración conservadora durante los últimos ocho años, marcada por el intento de continuar con la unilateralidad en un mundo cada vez más multilateral, ha mostrado al mundo la cara menos amable de Estados Unidos, la de un Estado irrespetuoso con la legalidad Internacional y los Derechos Humanos, una imagen muy alejada de los valores que se supone representa.
La elección de Obama como el 44 Presidente de los Estados Unidos ha venido a subvertir esta imagen, Estados Unidos vuelve a ser vista como una tierra de igualdad y libertad. Sin embargo, ser y parecer son conceptos que no siempre van de la mano y el artículo El color de Obama nos reta a todos, publicado en El País en junio de 2008, viene a confirmarlo. En él su autor, John Carlin, ofrece algunos datos que pueden arrojar luz sobre el asunto. El artículo muestra las diferencias existentes entre la población afroamericana, descendiente de esclavos traídos desde África para ser empleados como mano de obra en el sur agrícola, y la población descendiente de inmigrantes provenientes de África, personas que por diversas razones recalaron en Estados Unidos. Mientras los primeros están a la cabeza en fracaso escolar y cuentan con una renta media muy por debajo del resto del país –situación derivada de diversos factores sociológicos-, los segundos ocupan los primeros puestos en educación, secundaria y universitaria, y cuentan con un nivel de ingresos superior a la media.
Como ya ha quedado demostrado Obama pertenece al segundo grupo. El hecho de presentarlo como la culminación del sueño americano y la superación de los prejuicios raciales sobre la población afroamericana de Estados Unidos supone sin duda una excelente estrategia de propaganda política vertical. El sueño americano constituye un activo de primer orden para mejorar la imagen exterior de Estados Unidos y volver a situar al país en la línea de lo que algún día quiso parecer, una tierra de oportunidades. /C.L.W

martes, 27 de enero de 2009

Obama como propaganda de Estado / Pablo Sapag M.


















Que todos los presidentes de los Estados Unidos representan a los mismos tanto dentro como fuera de su territorio es evidente. Así es porque esa es una de las funciones asociadas al cargo. No lo es tanto que la singularidad de uno de ellos lo termine conviertiendo en algo más, en un ejercicio que no se da por hecho con todos los presidentes más allá de esa representación básica que se mencionaba anteriormente. Es más, en las últimas décadas tan sólo con Kennedy ha ocurrido algo similar. Si se mira más atrás casi hay que recurrir a los Padres Fundadores, además de a Lincoln, para encontrar algo semejante. Ese algo más supone convertirse en un auténtico instrumento al servicio estratégico de la propaganda de Estado.


Ocurre con Barack Obama, el 44 Presidente de los Estados Unidos de América, el mismo que llega al cargo -y quizás por eso- en un momento especialmente delicado para la imagen de su país, tanto interior como exteriormente. Resultado de la Guerra en Iraq, sí, pero también de la falta de resultados en Afganistán, de la vulnerabilidad e inseguridad asociadas a los atentados terroristas el 11-S y a un declive económico que hace que hoy el PIB de los EEUU apenas sea el 19% del mundial, cuando hace menos de medio siglo casi suponía la mitad.


En ese contexto llega un Obama a quien sus asesores de campaña, tanto en las primarias como en la carrera final y definitiva por la Casa Blanca, supieron posicionar como un individuo tan singular y único como los millones de individuos globalizados de un supuesto e ideal mundo sin fronteras con identidades compartidas e intercambiables. Obama, en definitiva, sería como ellos: posracial, posnacional y estaría más allá de cualquier consideración sociológica.


Con ese blindaje el candidato pudo eludir el debate racial. Lo hizo con autoridad, la misma que emana de una condición que en verdad es peculiar y nada general. Porque en realidad Obama es mulato y no negro, por lo que no tenía porque sentirse aludido ante quienes camufladamente quisieron llevar la campaña al terreno racial. Tampoco entró en las querellas que se derivan de la etnicidad, que como es sabido ni mucho menos se compone sólo y en exclusiva del elemento físico. Obama no es afroamericano, que en sentido estricto supone descender de aquellos africanos que fueron llevados como esclavos a los Estados Unidos y permanecieron en esa condición durante mucho tiempo sin que su liberación formal supusiese mejorar en todos los órdenes y mucho menos ser considerados como iguales por la mayoritariamente sociedad blanca estadounidense. Por último, Obama no es hijo de un inmigrante, como de manera equívoca se le ha catalogado sin que su equipo de campaña lo haya desmentido, más bien todo lo contrario. Su padre keniata no era un trabajador inmigrante como los millones que han poblado los Estados Unidos desde mediados del siglo XIX en adelante. Era un profesional que había obtenido una beca para perfeccionar sus estudios en una prestigiosa universidad de los Estados Unidos. No es una anécdota, es una condición, distinta de la del inmigrante. En el Servicio de Inmigración lo saben , por eso las tarjetas de residencia son de distinto color según de que caso se trate.


Si Obama fuese otra cosa es muy posible que la campaña hubiese marchado por otros derroteros, entre otros motivos porque sus discursos habrían sido necesariamente diferentes. En plena campaña su esposa Michelle, negra, afroamericana y con un origen social muy humilde -las dos categorías anteriores no necesariamente presuponen la tercera- nos recordó como el peso de una biografía influye, y mucho, en lo que se dice y en lo que nos permiten decir, sobre todo cuando de una campaña política se trata. Obama, en definitiva, y sin falsear sus antecedentes, que son realmente únicos y muy minoritarios, logró no molestar a nadie y, lo que es mejor, agradar a todos o a casi todos.


Lo interesante del fenómeno es que la misma noche electoral, aquellos temas que no estuvieron en la campaña -raza, etnicidad y condición social- aparecieron como un torrente. Todos, partidarios o seguidores del hasta entonces candidato demócrata, se apresuraron a decir que era el primer presidente negro en la historia de los Estados Unidos y el primer afroamericano en llegar a la Casa Blanca -vaya figura tan útil a la propaganda, esa que funciona con metáforas-. De paso se presentaba a su padre como inmigrante, lo cual daba aún mayor proyección a lo que ya esa noche se convirtió oficialmente en propaganda de Estado. Obama como reflejo de unos Estados Unidos donde todo, absolutamente todo, es posible. Obama como la encarnación del país global y multicultural por antonomasia. Obama a la altura de un Lincoln que abolió la esclavitud y de cuyo nacimiento -qué gran casualidad: la propaganda se hace tirando de calendario- este año, el de la entronización de Obama, se cunple el segundo centenario de su nacimiento. Así, pues el candidato convertido en presidente es ya un símbolo -la propaganda de Estado también se hace con ellos- que nos acompañará siempre, lo haga bien o lo haga mal.